Drácula, en sus principios, no era vampiro y ni siquiera conde. Era director de orquesta de pueblo y, en sus ratos libre, profesor de autoescuela.
Lo que sucedió es que Hacienda le acribilló a impuestos, porque tenía un patrimonio sustancioso, y no lo pudo soportar.
Entre eso y que se enamoró de la
Betty Boop, con sus veleidades, pues el hombre, normal, pasaba hambre de pasión carnal. Aunque cáustico con sus alumnos y compañeros, tenía también su corazoncito bombeando sangre... fría.
El caso es que, una noche de un caluroso verano, le dio por salir demasiado tapado a hacer
footing. Se desplomó del sofoco por el esfuerzo realizado, pues no estaba acostumbrado, y por el estrés que llevaba arrastrando desde hacía tiempo, en el duro suelo de cemento, sobre tres hormigas trabajadoras nocturnas, las pobres, que hacían horas extras.
Ya veis, un mal menor que posiblemente se hubiera podido controlar con algo de medicación o unos cuantos
Lacasitos; que no necesitan receta, terminó causándole un contratiempo por toda la eternidad. ¡Qué cruz!... (Ay perdón, se me ha escapado dicha expresión. No es muy respetuosa, viniendo de donde vengo, lo sé).
Total que se descuajeringó y, completamente desarmado, yo volé por los aires hasta la entrada de la bonita mansión de
Bertín Osborne, en donde resido actualmente y desde cuya preciosa piscina, escribo esta historia
autobricolájica.
Por cierto, disculpádme, es la hora del aperitivo. No tengo más remedió que dejaros.
Para terminar diré que a partir de aquél momento, terrible para él, a
Drácula le da por morder cuellos. A mí, sin embargo, me va muy bien. Aquí me siento como en casa, en este balancín de jardín que me han colocado y cerca de una tuerca moderna que me tiene bebiendo los vientos. Tengo unas ganas de enroscármela que no os cuento…
¡Oye, un poco de respeto! ¡Será con mi consentimiento!
¡Ah, ¿estabas ahí, monada?!... ¡Por supuesto!
Ángeles Córdoba Tordesillas ©